Sobre la imagen social del profesorado, por Jesús Rubio Jiménez, orientador del IES El Tablero de Córdoba.
Como corresponde a su interés social, la educación es un tema recurrente en los medios de comunicación. No obstante, en muchas ocasiones recibe un tratamiento superficial y poco realista. Tanto en el ámbito periodístico como en la discusión pública, tengo la impresión de que el discurso educativo se está forjando en torno a ciertos lugares comunes que deforman la percepción del fenómeno al que se refieren presentándolo de una manera simplista y poco clarificadora. Los estereotipos cuentan con la fuerza de la simplicidad y la repetición, que termina concediéndoles un simulacro de evidencia. Un ejemplo son los clichés usados para describir a los docentes, que de tan repetidos terminan estableciéndose como imágenes canónicas usadas para pensar o hablar acerca de los maestros y profesores. Voy a centrarme en dos de ellos que, aunque suponen valoraciones muy diferentes del profesorado —una denigradora y la otra laudatoria—, comparten la desventaja de ser versiones estereotipadas o caricaturizadas de la realidad. El primer cliché es el del profesor como profesional desmotivado; el segundo, el del profesor vocacional.
El docente desmotivado.
Hace unos días podía leerse en la web del diario El País un titular bastante llamativo: «La falta de formación y motivación de los profesores de música impide aprovechar las tecnologías disponibles». El titular era evidentemente malintencionado y no tenía mucho que ver con los datos del estudio al que hacía referencia (el titular era tan desafortunado que si ahora entramos en la noticia lo encontraremos modificado. La nueva versión es algo más suavizada, pero sirve igual a nuestro análisis: «La falta de formación y motivación limita el uso de las tecnologías disponibles para enseñar música»), pero no es eso lo que nos interesa aquí. Lo muestro más bien como ejemplo de un cliché especialmente dañino que se ha hecho habitual en nuestros medios y que consta de dos afirmaciones sencillas: «la tecnología ofrece solución a muchos de los problemas del sistema educativo / la falta de vocación e interés del profesorado frena el desarrollo de estas soluciones». Debo decir que a mí ambas proposiciones me parecen falsas, pero, aunque la primera fuese cierta (algunos de mis compañeros docentes así lo creen), la segunda no lo es en absoluto. Tan es así que las tecnologías que están logrando implantarse con mayor éxito en los centros educativos lo están haciendo a costa del esfuerzo de un profesorado que no recibe ni los recursos ni la atención necesaria por parte de la administración. Si hoy en día las faltas de asistencia o las notas de nuestros hijos se recogen instantáneamente en una plataforma informática a la que podemos acceder desde el móvil (así ocurre en muchos centros andaluces a través de iPasen), no es precisamente porque la administración educativa haya dotado al profesorado de dispositivos móviles para ello. Cada docente utiliza su «aparatito» personal y dedica tiempo extra para que esto pueda ocurrir. La imagen del docente desmotivado es, como todo estereotipo, un artefacto útil para justificar ciertos discursos. La sola idea de intentar representar a un número enorme de personas como un colectivo relativamente homogéneo es absurda. Pero es que, además, se da el caso de que hablamos de una profesión que, por sus características, tiende a verse obligada suplir las deficiencias de su puesto con determinadas concesiones personales: hace poco leía a una profesora preguntar en su cuenta de twitter cuántos de los docentes que la seguían habían comprado material de su propio bolsillo para usar en clase; aunque se trate de pequeños gastos sin importancia, creo que casi todos responderíamos afirmativamente. Con el tiempo de trabajo ocurre algo parecido: la enseñanza es un sector en el que es fácil involucrarse hasta el punto de ocupar parte de nuestro tiempo personal. Hagamos una prueba. Estoy escribiendo estas líneas en mi casa la noche de un sábado después de haber acostado a mis hijas (sí, ya sé que no es un plan muy interesante para la noche de un sábado, pero qué quieren que les diga, los hay peores). ¿Habrá profesores realizando tareas propias de su trabajo en estos momentos? Aunque no tenemos forma de saber quién está corrigiendo exámenes o preparando clases, sí que puedo conocer el número de personas que están registrando notas o escribiendo informes oficiales, pues para ello deben conectarse a la plataforma Séneca. Así que accedo a la plataforma y… el sábado 30 de marzo, a las 22:45 de la noche, hay 2304 usuarios conectados. Trasteando un poco encuentro otro dato interesante: en el día de hoy (recordemos que es sábado) se han generado 3176 documentos en la plataforma Séneca. Parece que sí hay quien dedica parte de su tiempo libre a cuestiones laborales.
La imagen del profesor como alguien acomodado y desfasado ha sido promovida de manera irresponsable por políticos y medios de comunicación con distintos intereses (desde fomentar la venta de determinadas tecnologías a desprestigiar a colectivos políticamente incómodos), y suele acompañarse de un elemento adicional: el recelo ante la observación/evaluación de su trabajo. Precisamente hace unos días leía el siguiente tuit de El País-Educación: «Paulo Santiago, de la OCDE, cree que uno de los grandes problemas de la educación en España es el miedo de los docentes a abrir las puertas del aula. Una especie de aversión a la supervisión externa». La persistencia en esta caracterización de los profesores como personas reacias a la supervisión es algo que me causa una gran perplejidad, ya que en ninguno de los trabajos que he desarrollado antes de dedicarme a la enseñanza he notado tanto control como en este. En primer lugar, y centrándonos solo en la acción docente, los profesores desarrollamos gran parte de nuestra labor en un espacio social —el aula— donde unos 25 ó 30 estudiantes están (algunos más, otros menos) pendientes de nosotros. Estos chicos a su vez hablan de su experiencia en clase con otros compañeros, con otros profesores, con sus familias, etc. Por otro lado, las aulas no son espacios herméticos que flotan en el espacio al modo de la famosa Tardis de Dr. Who; se trata de habitáculos situados unos junto a otros y relacionándose dentro de un espacio más amplio del que forman parte. No es extraño que los profesores sepamos qué está ocurriendo en las distintas aulas del pasillo en que nos encontramos, como tampoco lo es que colaboremos o participemos con otros compañeros. Debo decir, además, que en pocos trabajos ocurre con tanta frecuencia que las puertas estén abiertas de par en par (yo me acuerdo de cerrarlas cuando me molesta el ruido de las clases circundantes, por ejemplo). Pero además de este entorno que a mí me parece incompatible con el hermetismo, ocurre que el profesorado es actualmente un profesional controlado por un buen número de instancias: además del «control» no formal que podemos tener de estudiantes, familias y compañeros con los que trabajamos, hay una supervisión formal y explícita de los equipos directivos, la inspección educativa e incluso agencias de evaluación (en Andalucía ha sido la AGAEVE en estos últimos años).
Hace unos días podía leerse en la web del diario El País un titular bastante llamativo: «La falta de formación y motivación de los profesores de música impide aprovechar las tecnologías disponibles». El titular era evidentemente malintencionado y no tenía mucho que ver con los datos del estudio al que hacía referencia (el titular era tan desafortunado que si ahora entramos en la noticia lo encontraremos modificado. La nueva versión es algo más suavizada, pero sirve igual a nuestro análisis: «La falta de formación y motivación limita el uso de las tecnologías disponibles para enseñar música»), pero no es eso lo que nos interesa aquí. Lo muestro más bien como ejemplo de un cliché especialmente dañino que se ha hecho habitual en nuestros medios y que consta de dos afirmaciones sencillas: «la tecnología ofrece solución a muchos de los problemas del sistema educativo / la falta de vocación e interés del profesorado frena el desarrollo de estas soluciones». Debo decir que a mí ambas proposiciones me parecen falsas, pero, aunque la primera fuese cierta (algunos de mis compañeros docentes así lo creen), la segunda no lo es en absoluto. Tan es así que las tecnologías que están logrando implantarse con mayor éxito en los centros educativos lo están haciendo a costa del esfuerzo de un profesorado que no recibe ni los recursos ni la atención necesaria por parte de la administración. Si hoy en día las faltas de asistencia o las notas de nuestros hijos se recogen instantáneamente en una plataforma informática a la que podemos acceder desde el móvil (así ocurre en muchos centros andaluces a través de iPasen), no es precisamente porque la administración educativa haya dotado al profesorado de dispositivos móviles para ello. Cada docente utiliza su «aparatito» personal y dedica tiempo extra para que esto pueda ocurrir. La imagen del docente desmotivado es, como todo estereotipo, un artefacto útil para justificar ciertos discursos. La sola idea de intentar representar a un número enorme de personas como un colectivo relativamente homogéneo es absurda. Pero es que, además, se da el caso de que hablamos de una profesión que, por sus características, tiende a verse obligada suplir las deficiencias de su puesto con determinadas concesiones personales: hace poco leía a una profesora preguntar en su cuenta de twitter cuántos de los docentes que la seguían habían comprado material de su propio bolsillo para usar en clase; aunque se trate de pequeños gastos sin importancia, creo que casi todos responderíamos afirmativamente. Con el tiempo de trabajo ocurre algo parecido: la enseñanza es un sector en el que es fácil involucrarse hasta el punto de ocupar parte de nuestro tiempo personal. Hagamos una prueba. Estoy escribiendo estas líneas en mi casa la noche de un sábado después de haber acostado a mis hijas (sí, ya sé que no es un plan muy interesante para la noche de un sábado, pero qué quieren que les diga, los hay peores). ¿Habrá profesores realizando tareas propias de su trabajo en estos momentos? Aunque no tenemos forma de saber quién está corrigiendo exámenes o preparando clases, sí que puedo conocer el número de personas que están registrando notas o escribiendo informes oficiales, pues para ello deben conectarse a la plataforma Séneca. Así que accedo a la plataforma y… el sábado 30 de marzo, a las 22:45 de la noche, hay 2304 usuarios conectados. Trasteando un poco encuentro otro dato interesante: en el día de hoy (recordemos que es sábado) se han generado 3176 documentos en la plataforma Séneca. Parece que sí hay quien dedica parte de su tiempo libre a cuestiones laborales.
La imagen del profesor como alguien acomodado y desfasado ha sido promovida de manera irresponsable por políticos y medios de comunicación con distintos intereses (desde fomentar la venta de determinadas tecnologías a desprestigiar a colectivos políticamente incómodos), y suele acompañarse de un elemento adicional: el recelo ante la observación/evaluación de su trabajo. Precisamente hace unos días leía el siguiente tuit de El País-Educación: «Paulo Santiago, de la OCDE, cree que uno de los grandes problemas de la educación en España es el miedo de los docentes a abrir las puertas del aula. Una especie de aversión a la supervisión externa». La persistencia en esta caracterización de los profesores como personas reacias a la supervisión es algo que me causa una gran perplejidad, ya que en ninguno de los trabajos que he desarrollado antes de dedicarme a la enseñanza he notado tanto control como en este. En primer lugar, y centrándonos solo en la acción docente, los profesores desarrollamos gran parte de nuestra labor en un espacio social —el aula— donde unos 25 ó 30 estudiantes están (algunos más, otros menos) pendientes de nosotros. Estos chicos a su vez hablan de su experiencia en clase con otros compañeros, con otros profesores, con sus familias, etc. Por otro lado, las aulas no son espacios herméticos que flotan en el espacio al modo de la famosa Tardis de Dr. Who; se trata de habitáculos situados unos junto a otros y relacionándose dentro de un espacio más amplio del que forman parte. No es extraño que los profesores sepamos qué está ocurriendo en las distintas aulas del pasillo en que nos encontramos, como tampoco lo es que colaboremos o participemos con otros compañeros. Debo decir, además, que en pocos trabajos ocurre con tanta frecuencia que las puertas estén abiertas de par en par (yo me acuerdo de cerrarlas cuando me molesta el ruido de las clases circundantes, por ejemplo). Pero además de este entorno que a mí me parece incompatible con el hermetismo, ocurre que el profesorado es actualmente un profesional controlado por un buen número de instancias: además del «control» no formal que podemos tener de estudiantes, familias y compañeros con los que trabajamos, hay una supervisión formal y explícita de los equipos directivos, la inspección educativa e incluso agencias de evaluación (en Andalucía ha sido la AGAEVE en estos últimos años).
El docente vocacional.
Frente al estereotipo del profesor desmotivado aparece el del docente vocacional. En la imaginería social, el docente vocacional es un caso atípico; es alguien que se enfrenta al resto del profesorado, un lobo solitario que carga sobre sus espaldas la dignidad de la profesión en su esforzado intento por transformar la vida de sus alumnos.
La figura del profesor vocacional es recurrente en el ámbito de la ficción. El club de los poetas muertos, Diarios de la calle, Los chicos del coro, Mentes peligrosas, casi cualquier película que nos venga a la mente relacionada con la educación hace uso de este perfil en el que la profesión ocupa toda la vida. No es raro que estos personajes vivan solos y no cuenten con otros intereses u obligaciones (¡la profesión es su vida!). A veces incluso rompen con pareja y amigos por no entender los demás esa dedicación a tiempo completo con su misión educadora. Estos personajes no tienen hijos que cuidar, no atienden a familiares enfermos ni visitan a amigos, no viajan ni viven experiencias que les alejen de su preocupación principal; todo su esfuerzo está en resolver, de una vez y para siempre, los problemas de un puñado de chicos cuyas vidas se verán trastocadas por su trascendente labor. Pero ocurre que la vida real no tiene la épica de la ficción; es un terreno prosaico pero complejo donde las leyes de la narrativa no funcionan del todo bien. El estereotipo del profesor vocacional no es un perfil realista y, desde luego, sus resultados no son, en la compleja trama de la realidad, tan predecibles como lo son en la ficción.
Es fácil caer en el elogio del docente vocacional: leemos una noticia en la que se cuenta que un profesor ha dedicado el verano a rodar un corto con sus alumnos y nos emocionamos con su ejemplo; nos cuentan que una maestra está ofreciendo clases de repaso por las tardes y sentimos admiración; yo mismo he presentado unas líneas más arriba algunos datos de profesores trabajando un día no laborable de una manera más o menos elogiosa. Sin embargo, me parece que aquí hay una trampa peligrosa. La apelación a lo vocacional tiende a ser una simple coartada para atacar nuestros derechos laborales: ¿Que echas más horas de las que debes?, es lo que tiene dedicarse a una profesión vocacional; ¿que no cuentas con los recursos mínimos para desarrollar tu trabajo?, si te apasiona lo tuyo puedes sacar de donde no hay. Y así con todo. Dejémoslo claro, si el buen desempeño de una profesión consiste en dedicar tu tiempo libre a ella, si consiste en reducir tu vida familiar o tu lícito tiempo de ocio, me parece que entonces no estamos hablando de una profesión, sino de otra cosa.
Frente al estereotipo del profesor desmotivado aparece el del docente vocacional. En la imaginería social, el docente vocacional es un caso atípico; es alguien que se enfrenta al resto del profesorado, un lobo solitario que carga sobre sus espaldas la dignidad de la profesión en su esforzado intento por transformar la vida de sus alumnos.
La figura del profesor vocacional es recurrente en el ámbito de la ficción. El club de los poetas muertos, Diarios de la calle, Los chicos del coro, Mentes peligrosas, casi cualquier película que nos venga a la mente relacionada con la educación hace uso de este perfil en el que la profesión ocupa toda la vida. No es raro que estos personajes vivan solos y no cuenten con otros intereses u obligaciones (¡la profesión es su vida!). A veces incluso rompen con pareja y amigos por no entender los demás esa dedicación a tiempo completo con su misión educadora. Estos personajes no tienen hijos que cuidar, no atienden a familiares enfermos ni visitan a amigos, no viajan ni viven experiencias que les alejen de su preocupación principal; todo su esfuerzo está en resolver, de una vez y para siempre, los problemas de un puñado de chicos cuyas vidas se verán trastocadas por su trascendente labor. Pero ocurre que la vida real no tiene la épica de la ficción; es un terreno prosaico pero complejo donde las leyes de la narrativa no funcionan del todo bien. El estereotipo del profesor vocacional no es un perfil realista y, desde luego, sus resultados no son, en la compleja trama de la realidad, tan predecibles como lo son en la ficción.
Es fácil caer en el elogio del docente vocacional: leemos una noticia en la que se cuenta que un profesor ha dedicado el verano a rodar un corto con sus alumnos y nos emocionamos con su ejemplo; nos cuentan que una maestra está ofreciendo clases de repaso por las tardes y sentimos admiración; yo mismo he presentado unas líneas más arriba algunos datos de profesores trabajando un día no laborable de una manera más o menos elogiosa. Sin embargo, me parece que aquí hay una trampa peligrosa. La apelación a lo vocacional tiende a ser una simple coartada para atacar nuestros derechos laborales: ¿Que echas más horas de las que debes?, es lo que tiene dedicarse a una profesión vocacional; ¿que no cuentas con los recursos mínimos para desarrollar tu trabajo?, si te apasiona lo tuyo puedes sacar de donde no hay. Y así con todo. Dejémoslo claro, si el buen desempeño de una profesión consiste en dedicar tu tiempo libre a ella, si consiste en reducir tu vida familiar o tu lícito tiempo de ocio, me parece que entonces no estamos hablando de una profesión, sino de otra cosa.
Conclusión.Hemos visto cómo el discurso público suele hacer uso de determinados estereotipos que en cierto modo desnaturalizan el sentido de la profesión docente convirtiéndola en algo diferente, en una versión caricaturizada que nos aleja de las complejidades de lo real. Estas caricaturas (ya sea en su versión satírica o en la elogiosa) sirven de apoyo a discursos más interesados en culpabilizar o demonizar al profesional de la docencia que en comprender o mejorar su desempeño. Frente a las caricaturas de la abulia y la vocación, creo que es más útil y realista hablar de profesionales. Los medios harían bien en dejar de intentar plasmar relatos sobre santos abnegados por un lado, y pícaros indolentes por otro, para simplemente tratar describir en qué consiste la profesión docente. Quizás desde esta perspectiva dejaríamos de lado estas imágenes personalizadas que no nos llevan a ningún sitio y para empezar a pensar en aspectos más estructurales y útiles: qué requisitos se exigen o no para desarrollar la profesión, qué espacios y qué condiciones son preferibles, qué herramientas y tecnologías son prioritarias y cómo se implementan, etc., etc., etc.