miércoles, 17 de mayo de 2017

El profesor de universidad, clave para superar los retos de Bolonia. Por Juan Antonio Prieto Velasco

El profesor de universidad, clave para superar los retos de Bolonia. Por Juan Antonio Prieto Velasco, profesor del Departamento de Filología y Traducción de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

La implantación del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) en España ha conllevado numerosos cambios en el sistema universitario que aún están por completarse y para los cuales habría hecho falta un despliegue de medios, particularmente económicos, que no han permitido cumplir las cacareadas promesas del llamado plan Bolonia: grupos más reducidos, planes de estudios equiparables a los del resto de estados de la Unión Europea, mayor flexibilidad para la movilidad interuniversitaria, desplazamiento del foco de atención del profesor al estudiante, aprendizaje basado en competencias, etc., muchas de las cuales no se han logrado aún.
Es cierto que la crisis ha lastrado estos objetivos impidiendo su consecución, pero no es menos cierto que la convergencia europea en materia de universidades no se llevó a cabo con la diligencia que requería una modificación integral de un sistema universitario con algunos planes de estudio que no se habían actualizado desde los años de la dictadura.
Si bien creo firmemente que en el centro del proceso de enseñanza-aprendizaje ha de situarse al alumno, la figura del profesor de universidad no solo ha perdido el prestigio social del que gozaba antaño, cosa que, al menos a mí, me preocupa bastante poco, sino que además ha quedado relegada a un segundo plano al considerársele un mero facilitador del aprendizaje, para el que la transmisión del conocimiento, no solo declarativo, sino procedimental y actitudinal, ya no parece tener relevancia alguna para el desarrollo de las diversas competencias propias de cada titulación.
A esta situación lamentable, se suma paradójicamente el hecho de responsabilizar a los profesores del éxito o fracaso de los estudiantes, de la calidad de las universidades, de la posición de estas en las clasificaciones internacionales, etc. Son responsables porque de ellos depende que logren cada cinco años la evaluación positiva de su labor docente mediante el programa Docentia, la evaluación positiva cada seis años de su actividad investigadora mediante las convocatorias anuales de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora, así como el ejercicio de tareas de gestión académica asumiendo cargos de dirección de grados y másteres, dirección y secretarías de departamentos, decanatos y vicedecanatos, coordinadores académicos, coordinadores de prácticas en empresa, entre otros, cuyo reconocimiento académico es manifiestamente insuficiente y compensación económica bastante escasa, cuando no inexistente.
El trabajo del profesor universitario se ha burocratizado hasta tal extremo que la preparación de clases, la elaboración de materiales docentes, la evaluación del progreso de los estudiantes, o la atención tutorial, ya no son las tareas que le ocupan la mayor parte del tiempo, más bien pasan su jornada laboral redactando informes, convocando y asistiendo a reuniones, componiendo horarios como si se tratase de un sudoku, lidiando con reclamaciones, asistiendo a cursos de formación docente, etc.
En el tiempo que le queda, restándoselo a la vida familiar (¿conciliación? ¿eso qué es?), también tiene que diseñar estrategias docentes innovadoras, investigar y hacer visibles los resultados en artículos publicados en revistas de impacto, asistiendo a congresos, impartiendo conferencias, organizando cursos y jornadas. Es curioso, pero si no se consigue la evaluación positiva, en el mejor de los casos no se cobra el complemento correspondiente en forma de sexenio; en el peor, se aumenta el número de horas de clase del profesor, lo que paradójicamente le impide dedicar el tiempo necesario a la investigación para optar a una futura evaluación positiva.
Para más inri, las opciones de promoción se han visto muy limitadas a consecuencia del endurecimiento exacerbado de los criterios de acreditación, especialmente para las figuras de profesor titular y de catedrático, que han sembrado dudas sobre si los miembros de las comisiones evaluadoras estarían cualificados para superar la acreditación para sus respectivas categorías profesionales. Otra causa que ha creado un “tapón” para la promoción interna del profesorado, derecho consignado en el convenio colectivo del personal docente e investigador de las universidades andaluzas, ha sido la reducción de la tasa de reposición de efectivos y la imposibilidad de convocar plazas a las que optan legítimamente los profesores acreditados a una figura contractual superior, que ha resultado en la precarización de la situación laboral de profesores ayudantes doctores y profesores contratados doctores, por no hablar de las condiciones en que trabajan los profesores asociados y los profesores sustitutos interinos.
Bienvenidas sean todas las políticas de innovación y calidad que persigan una mejora del sistema y de los resultados; ahora bien, si se descuida al profesorado y no se incentiva su labor docente, será inevitable que la universidad se convierta en una fábrica de egresados con la exclusiva finalidad mercantilista de que estos encuentren un puesto de trabajo afín a sus estudios, en detrimento de la misión de la Universidad de fomentar la reflexión y el pensamiento crítico comprometido con la contribución al progreso y dar respuesta a las necesidades de la sociedad actual (Artículo 3. Estatutos de la Universidad Pablo de Olavide, Sevilla).

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