En defensa de los Programas de Diversificación Curricular, por Jesús Rubio Jiménez, orientador del IES Arcelacis de Santaella.
Desde que hace dos años el gobierno español aprobara la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (conocida popularmente como «ley Wert»), se ha ido desgranando en el espacio público un debate que, desde mi punto de vista, enfatiza en exceso algunos puntos polémicos a la vez que obvia otros temas relegándolos al estrecho círculo de los profesionales. Uno de estos asuntos escasamente tratados es el de la organización de la atención a la diversidad, sobre todo si tenemos en cuenta que existen algunas modificaciones relevantes en la etapa de la educación secundaria. En concreto, el nuevo texto hace desaparecer los Programas de Cualificación Profesional Inicial (P.C.P.I.) y los Programas de Diversificación Curricular (P.D.C.) para dar paso a los nuevos ciclos de Formación Profesional Básica (F.P.B.) y los Programas para la Mejora del Rendimiento y el Aprendizaje (P.M.A.R.). Sorprende especialmente el caso de los programas de diversificación, pues se trata de una medida que ha soportado sin apenas variación todos estos años de continuos cambios normativos.
Para quien no esté familiarizado con estos términos, diremos que el P.D.C. es un programa pensado para alumnos que, habiendo repetido algún curso de la E.S.O., muestran pocas posibilidades de acabar la etapa con éxito (no suele ofertarse al alumnado que no logra avanzar por ausencia de interés o esfuerzo). Durante los cursos de 3º y 4º, algunas asignaturas se reúnen en torno a dos ámbitos (denominados «socio-lingüístico» y «científico-tecnológico») que son impartidos a un grupo de no más de 12 alumnos. Así se consigue una atención más personalizada y una adecuación del ritmo de enseñanza a sus necesidades. En este punto voy a tomar partido: creo que el programa de diversificación curricular ha supuesto una de las medidas de atención a la diversidad más efectivas de la reforma educativa iniciada en los 90. Ofrece una oportunidad real al alumnado con dificultades para alcanzar el título de graduado en E.S.O., y lo hace otorgando un marco metodológico claro y eficaz para el profesorado.
Un aspecto que cada vez me interesa más a la hora de describir o valorar el efecto de nuestras intervenciones educativas es la perspectiva del alumno. Aunque no se trate de una descripción técnica, la vivencia de quienes son objeto de la acción docente es un elemento clave para comprender los efectos de nuestras intervenciones. Por eso, propongo echar un vistazo al P.D.C. desde la voz de sus protagonistas. Para ello voy a utilizar las verbalizaciones obtenidas en un proyecto que realicé el curso pasado con mis alumnos de diversificación curricular de 4º curso. La actividad consistía en la grabación de unas entrevistas autobiográficas que luego utilizaban como herramienta para reflexionar sobre sí mismos y sus decisiones académicas al finalizar la educación obligatoria.
Lo primero que llama la atención es que todos los alumnos del grupo valoran positivamente el hecho de haber entrado en el programa. Cuando les preguntamos directamente sobre él, obtenemos respuestas del tipo: “Me ha encantado”, o bien: “prefiero diversificación porque estamos mejor y está nada más que gente que le importa estudiar”; también respuestas tan entusiastas como esta: “A mí, si te soy sincera, lo mejor. Lo mejor que me ha pasado en todos los años que llevo de colegio y de instituto”. Básicamente, el programa es percibido como una oportunidad para lograr el objetivo de terminar la etapa, suponiendo en algunos casos un punto de inflexión dentro de sus biografías académicas. Con frecuencia la participación en el programa se asocia con un incremento en la madurez vocacional del alumno. Por ejemplo, uno de los chicos lo cuenta así:
Hay otro aspecto en el discurso de los alumnos que resulta aún más interesante. A pesar de que el itinerario formativo de estos chicos era irregular -habían repetido al menos una vez y contaban con escasas opciones de terminar la etapa antes de entrar en el P.D.C.- todos excepto uno se describen a sí mismos como buenos estudiantes. Y esto lo hacen asumiendo una de estas dos estrategias: o bien se describe un pasado de mal estudiante que es superado gracias a una mayor madurez, o bien se describen a sí mismos como buenos estudiantes que sufrieron un periodo de crisis más o menos largo. En cualquier caso, la asociación del fracaso académico con su identidad queda siempre relegada al pasado, mostrando en la actualidad una identidad académica positiva. Es el caso de la alumna que, a pesar de haber repetido curso en dos ocasiones y haber tenido un rendimiento educativo irregular, nos dice:
“Lo que pasa es que tuve un… lo que es sexto y […] primero de la ESO, pues no sé, que me aflojé un poco y… como que lo dejaba pasar, que lo dejaba pasar, pero en verdad a mí siempre me ha gustado estudiar.”
O el de otro alumno que nos indica que en el colegio “era malísimo estudiando y todo eso. No aprendía nada.” Pero cuando le preguntamos qué cree que piensan los demás de él actualmente, nos dice: “Bueno, pues según los demás, buen estudiante.”
En una sociedad como la nuestra donde el desvío de la norma tiende a ser sancionado con categorías peyorativas («raro», «torpe», «fracasado», etc.), me parece enormemente importante encontrar una medida de atención a la diversidad que consiga sus objetivos sin señalar a estos alumnos, sin etiquetarlos, permitiéndoles así que sean capaces de asumir con normalidad valoraciones académicas positivas y que éstas pasen a formar parte de su propia identidad.
Si las cosas ocurren como parece (y eso es mucho decir en estos momentos de continuos vaivenes políticos y educativos), los actuales alumnos de 4º curso de la E.S.O. serán la última promoción que vea de este programa. No sabemos qué vida les espera a los nuevos P.M.A.R. Hay quien entiende que puede tratarse de una especie de P.D.C. perfeccionado (pues anticipan su acción en un curso), y quien sostiene que suponen el fin de la filosofía y éxito de éstos (pues no duran hasta el final de la etapa). A mí me parece que aportan algún elemento positivo como la incorporación del idioma extranjero o la posibilidad de admisión con sólo un curso repetido en primaria. Sin embargo, recelo del adelantamiento en un año y, sobre todo, me preocupa la finalización del programa un curso antes de que termine la etapa, pues esto implica volver a trabajar ese último curso con la metodología que previamente estaba fracasando en estos alumnos. Además, no lo voy a negar, me apena la desaparición de una de las medidas educativas en las que más a gusto me he sentido como profesor; uno de los pocos programas de los que creo que podíamos sentirnos orgullosos.
Un aspecto que cada vez me interesa más a la hora de describir o valorar el efecto de nuestras intervenciones educativas es la perspectiva del alumno. Aunque no se trate de una descripción técnica, la vivencia de quienes son objeto de la acción docente es un elemento clave para comprender los efectos de nuestras intervenciones. Por eso, propongo echar un vistazo al P.D.C. desde la voz de sus protagonistas. Para ello voy a utilizar las verbalizaciones obtenidas en un proyecto que realicé el curso pasado con mis alumnos de diversificación curricular de 4º curso. La actividad consistía en la grabación de unas entrevistas autobiográficas que luego utilizaban como herramienta para reflexionar sobre sí mismos y sus decisiones académicas al finalizar la educación obligatoria.
Lo primero que llama la atención es que todos los alumnos del grupo valoran positivamente el hecho de haber entrado en el programa. Cuando les preguntamos directamente sobre él, obtenemos respuestas del tipo: “Me ha encantado”, o bien: “prefiero diversificación porque estamos mejor y está nada más que gente que le importa estudiar”; también respuestas tan entusiastas como esta: “A mí, si te soy sincera, lo mejor. Lo mejor que me ha pasado en todos los años que llevo de colegio y de instituto”. Básicamente, el programa es percibido como una oportunidad para lograr el objetivo de terminar la etapa, suponiendo en algunos casos un punto de inflexión dentro de sus biografías académicas. Con frecuencia la participación en el programa se asocia con un incremento en la madurez vocacional del alumno. Por ejemplo, uno de los chicos lo cuenta así:
“Aquí es que yo empecé que me distraía mucho y no estudiaba. Luego ya me ofrecieron meterme en «diver», y ahí sí me planteé estudiar porque yo quería tener un futuro, quiero tener un futuro. Y como mínimo sacarme la ESO”.
En general, parece que lo que más valoran es el clima casi familiar que se crea en una clase con pocos alumnos y escaso número de profesores. Por ejemplo, uno de los alumnos nos dice que el programa le gusta “porque estamos pocos, nos conocemos bien y podemos dar mejor la clase”. Y algo después añade lo que más valora: “que expliquen poco y bien, despacio, sin meter prisa a los alumnos”. Otro de los alumnos dice algo parecido: “Puedes hacerlo todo más tranquilo, te ayudan en todo… un lujo.”Hay otro aspecto en el discurso de los alumnos que resulta aún más interesante. A pesar de que el itinerario formativo de estos chicos era irregular -habían repetido al menos una vez y contaban con escasas opciones de terminar la etapa antes de entrar en el P.D.C.- todos excepto uno se describen a sí mismos como buenos estudiantes. Y esto lo hacen asumiendo una de estas dos estrategias: o bien se describe un pasado de mal estudiante que es superado gracias a una mayor madurez, o bien se describen a sí mismos como buenos estudiantes que sufrieron un periodo de crisis más o menos largo. En cualquier caso, la asociación del fracaso académico con su identidad queda siempre relegada al pasado, mostrando en la actualidad una identidad académica positiva. Es el caso de la alumna que, a pesar de haber repetido curso en dos ocasiones y haber tenido un rendimiento educativo irregular, nos dice:
“Lo que pasa es que tuve un… lo que es sexto y […] primero de la ESO, pues no sé, que me aflojé un poco y… como que lo dejaba pasar, que lo dejaba pasar, pero en verdad a mí siempre me ha gustado estudiar.”
O el de otro alumno que nos indica que en el colegio “era malísimo estudiando y todo eso. No aprendía nada.” Pero cuando le preguntamos qué cree que piensan los demás de él actualmente, nos dice: “Bueno, pues según los demás, buen estudiante.”
En una sociedad como la nuestra donde el desvío de la norma tiende a ser sancionado con categorías peyorativas («raro», «torpe», «fracasado», etc.), me parece enormemente importante encontrar una medida de atención a la diversidad que consiga sus objetivos sin señalar a estos alumnos, sin etiquetarlos, permitiéndoles así que sean capaces de asumir con normalidad valoraciones académicas positivas y que éstas pasen a formar parte de su propia identidad.
Si las cosas ocurren como parece (y eso es mucho decir en estos momentos de continuos vaivenes políticos y educativos), los actuales alumnos de 4º curso de la E.S.O. serán la última promoción que vea de este programa. No sabemos qué vida les espera a los nuevos P.M.A.R. Hay quien entiende que puede tratarse de una especie de P.D.C. perfeccionado (pues anticipan su acción en un curso), y quien sostiene que suponen el fin de la filosofía y éxito de éstos (pues no duran hasta el final de la etapa). A mí me parece que aportan algún elemento positivo como la incorporación del idioma extranjero o la posibilidad de admisión con sólo un curso repetido en primaria. Sin embargo, recelo del adelantamiento en un año y, sobre todo, me preocupa la finalización del programa un curso antes de que termine la etapa, pues esto implica volver a trabajar ese último curso con la metodología que previamente estaba fracasando en estos alumnos. Además, no lo voy a negar, me apena la desaparición de una de las medidas educativas en las que más a gusto me he sentido como profesor; uno de los pocos programas de los que creo que podíamos sentirnos orgullosos.
0 comentarios:
Publicar un comentario